Vi como se iba y no hice nada por detenerla.
Pensé que al cruzar la calle se daría cuenta que yo la miraba inmovil en la acera, con mi mano extendida intentando acariciarle el pelo y pedirle que no se marchara. Pero mis labios se negaron a obedecerme... como ella. No pude impedir que mis mejillas se mojaran, aunque siempre supe que no había lágrimas que borraran su marcha.
Y se fue, no giró la cabeza al llegar al otro extremo de la calle, ni al llegar a la última esquina. Y yo me quedé sentada en el escalón de una casa ni vieja ni nueva, una casa más como cualquier otra casa del mundo. Sentada y callada. Tan callada que ensordecí el tráfico, y los pasos de la gente. Sentada y callada, y de fondo las palabras que mis labios se negaron a pronunciar.
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